23/09/21
Cuenta García Márquez que el único milagro que no vendía Blacamán el bueno -el narrador de su relato sobre la historia de dos magos de feria en Santa María del Darién- era el de la resurrección de los muertos. El otro, conocido como Blacamán el malo, había sido en sus tiempos de gloria embalsamador de virreyes, inventor de un supositorio que hacía invisibles a los contrabandistas, de unas gotas que infundían el temor de Dios y de un contraveneno que era “sencillamente la mano de Dios en un frasquito”. Blacamán, el malo, era una suerte de artista capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero era un rebaño de elefantes invisibles o hasta de burlar a la muerte con delirios de falsos recuerdos de amor. El cuento de los brujos del Caribe -que para García Márquez fue un ejercicio de estilo que le permitió conjurar el hechizo de haberse quedado escribiendo a la manera de Cien años de soledad- puede ser interpretado como una metáfora del poder que otorga el ilusionismo de la retórica. No recuerdo haber vivido un tiempo más propicio para los Blacamanes en Colombia y en América Latina que el actual. El estallido social, alimentado por el rencor que emana de la persistente desigualdad de oportunidades, el aumento exacerbado de la pobreza y el desplome de la clase media durante la pandemia, ha hecho que políticos de derecha e izquierda se sientan con la confianza de ofrecernos sus contravenenos: unos han hablado de la erradicación de la pobreza con piloto automático por el solo hecho de aumentar el PIB, otros abrazan la idea de una renta básica que cuesta más que todo el sistema de protección social, y que además sería financiada a través de la impresión de billetes. El Blacamán de García Márquez es de la misma estirpe del populista latinoamericano retratado por Enrique Krauze. Dentro de los diez rasgos esenciales del populista que sugiere el historiador mexicano, varios parecen calcados de nuestro mago de feria: el populista se promociona como intérprete de la verdad general y sueña con decretar una verdad única; el populista tiene una visión mágica de la economía, al punto que omite las sutilezas de la restricción presupuestal; el populismo, dice Krauze “es el uso demagógico de la democracia para acabar con ella”. La ‘blacabundería’, palabra inventada por García Márquez, y que resulta de combinar el nombre Blacamán con el término vagabundería, puede interpretarse como el uso inescrupuloso y desvergonzado de la retórica. El único antídoto contra la blacabundería es el escepticismo, es decir, mirar con sospecha a todas las recetas únicas para el desarrollo, confrontar al político que pretende acabar la injusticia social por mano propia y sin intermediarios, o cuestionar a los que promueven la idea de que el conocimiento para salir de la pobreza solo puede caber en la mente de un líder que nos alumbra el camino con sus pasiones.
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